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Fujimori en libertad como síntoma del tiempo

Oleg Yasinsky

No, no me parece increíble. Increíble me parece exactamente lo contrario, que recién ahora lo liberaran, justo un año después del golpe de Estado en Perú. Ese que derrotó al presidente legítimo, Pedro Castillo, y puso en el poder a las oligarquías nacional e internacional representadas por el régimen de Dina Boluarte. Me sorprende que Alberto Fujimori, sin más juegos en el Estado de derecho, no fuera liberado el mismo día en que fue apresado Pedro Castillo. Assange preso, Fujimori libre, Milei presidente: tres pinceladas de la realidad que parecen ser el retrato más completo de estos tiempos de la infamia.

Me acuerdo de la época de la caída de Fujimori, “el Chinochet”, como lo llamó un periódico chileno. Primero, la caricaturesca y bochornosa fuga del principal gestor de su poder, Vladimiro Montesinos, y luego su vuelo sin retorno a Japón para pedir asilo político un par de días después de que les hizo la promesa a los peruanos de no asilarse en territorio nipón. Sin embargo, llegó una mala decisión tomada desde su cóctel mental, donde la ignorancia se mezcla con la prepotencia.

Al parecer, Fujimori decidió iniciar su retorno triunfal al Perú desde Chile, donde se creía inmune por las controversias políticas de otros tiempos. Desde Chile él planeó desestabilizar la pseudo democracia peruana para recuperar su dictadura. Experto en terrorismo de Estado, lo que le costó a los pobres de su país decenas de miles de muertos, él, autoproclamado vencedor de Sendero Luminoso, se creyó capaz de seguir manipulando los sueños, las necesidades y las ingenuidades de su pueblo, tan saqueado como ningún otro.

La aparente decencia de las tímidas democracias suramericanas de aquel entonces no le dio esta oportunidad. Para eso, la sociedad tenía que alcanzar un estado especial de descomposición, al que por fin llegó. Y Fujimori está libre.

Ahora debe tener la misma sonrisa triunfante de samurái de cuando posaba en la escalera de la Embajada de Japón en Lima, al lado del cuerpo del comandante guerrillero del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, Néstor Cerpa Cartolini, engañado en falsas negociaciones y ajusticiado por sus propiastropasEn esa foto se nota que Fujimori apenas se aguantaba las ganas de pisotear o escupir el cadáver de su enemigo. Ahora está viejo y tiene cáncer avanzado. ¿Qué pensará de la muerte? ¿En qué creerá realmente?

Todos mis encuentros con el Perú profundo han sido chocantes y dolorosos. No conozco nada más triste y desolador en América que el paisaje de la costa peruana con cajitas como viviendas sin nada más que polvo, piedras y basura alrededor. O el extremo contrario del país, como la selva de Iquitos, con sus miles de niños hambrientos y la prostitución infantil que administran desde canoas sus familiares, además de esa miseria tan vil en las chozas que se pintan cada 4 años con los colores de los partidos rivales. No sé si existe algo más violento en el mundo que eso.

Un año después del golpe patronal en Perú, casi nadie se acuerda ya de lo que pasó. Los pobres, como de costumbre, enterraron a sus muertos, los periodistas volvieron a sus agendas de siempre, y el tiempo extrañamente retrocedió varias décadas hasta que llegó este momento de resucitar a Fujimori.

Cuando vi la noticia sobre la liberación de Alberto Fujimori, me acordé de un viaje que hice por el río Madre de Dios hacia Puerto Maldonado. Estábamos discutiendo con el capitán de la lancha sobre los legados de la dictadura peruana. Él comentaba esas típicas cosas desabridas de que “no me gusta la política” y que siempre “hay cosas malas y buenas”, cuando de repente vi en las aguas frente al embarcadero algo parecido a una balsa perdida. En ese momento en el mundo, o en mi imaginación, las turbias aguas lentas del río se detuvieron, y el tiempo rebobinó su cinta devolviéndose varios años atrás.

El verde paisaje de la selva se volvió blanco y negro, y vi una cosa flotante claramente como una balsita donde moría desangrado el joven Javier Heraud, la gran esperanza de la poesía peruana, que trató de ser guerrillero para que en su país no hubiera ni más miseria ni más fujimoris ni más boluartes, pero fue acribillado antes de su primer combate.

Fue enterrado en Puerto Maldonado. Muchos años después, su familia, “gente de bien”, avergonzada de su descendiente comunista y guerrillero, y como si fuera poco, poeta, casi en secreto trasladó sus huesos a un cementerio de Lima para no inquietar la memoria de nadie. Estuve mirando las aguas de Madre de Dios hasta que el río no recuperó su color de arena con hojas y en este instante llegaron las palabras de un poema de Javier:

Llegará la hora

en que tendré que

desembocar en los

océanos,

que mezclar mis

aguas limpias con sus

aguas turbias,

que tendré que

silenciar mi canto

luminoso,

que tendré que acallar

mis gritos furiosos al

alba de todos los días,

que clarear mis ojos

con el mar.

El día llegará,

y en los mares inmensos

no veré más mis campos

fértiles,

no veré mis árboles

verdes,

mi viento cercano,

mi cielo claro,

mi lago oscuro,

mi sol,

mis nubes,

ni veré nada,

nada,

únicamente el

cielo azul,

inmenso,

y

todo se disolverá en

una llanura de agua,

en donde un canto o un poema más

solo serán ríos pequeños que bajan,

ríos caudalosos que bajan a juntarse

en mis nuevas aguas luminosas,

en mis nuevas

aguas

apagadas.

Pensé en Javier Heraud, asesinado el 15 de mayo de 1963 cuando tenía tan solo 21 años. Pensé, que si hubiera nacido años después, seguramente estaría entre los “trofeos” de Chinochet, los “terrucos muertos” del MRTA en la Embajada de Japón el 22 de abril de 1997 en la operación Chavín de Huántar. Sería uno más entre los hijos de la pobreza y la violencia desarmados y asesinados por sus compatriotas que solo cumplían la orden del presidente de “no tomar prisioneros”. No vamos a repetir las cosas obvias como por ejemplo que a Fujimori jamás se le hubiera ocurrido leer poemas de Javier Heraud, o que disfrazado de indígena o de campesino durante la campaña electoral se veía tan ramplón y ridículo.

Llegaron los tiempos en que los fantasmas del pasado reviven y a los caminos de los pueblos vuelven los muertos que nuestras sociedades no supieron enterrar a pesar de las mil bondades de la democracia y la relativa libertad de prensa.

Con todas las aparentes y evidentes diferencias, Milei y Fujimori son el mismo personaje, producto del mismo retroceso social, disparado por el sistema que hoy apuesta por lo único que puede ofrecer: la locura.

Cuando el Perú vuelva a ser una república de verdad, y no un territorio secuestrado por sus enemigos, en sus cárceles tendrán que aparecer dos nuevos presos: Alberto Fujimori y Dina Boluarte.

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