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Las mujeres Uru Murato y Chipaya transforman su artesanía en un motor de economía y supervivencia

La Paz, 7 de abril 2025 (ATB Digital).- A través de cooperativas, ferias y alianzas con guías turísticos, las mujeres de estas comunidades ancestrales han logrado transformar su trabajo artesanal en un motor de resistencia, visibilidad y supervivencia económica.

Son mujeres de pueblos indígenas en peligro de desaparecer, cuyos pueblos se ubican entre los primeros pobladores del territorio boliviano.

A lo largo de generaciones, sus manos expertas no solo han cultivado la tierra, sino que también han tejido con delicadeza la historia de sus comunidades en tapices, cestas, ponchos, llaveros y hasta en perfectas embarcaciones de totora.

Para las mujeres Uru Murato y Uru Chipaya, el arte que fluye por sus venas, innato y libre, forma parte de su vida cotidiana y representa su única fuente de sustento para sus familias.

Sus tejidos, elaborados con lanas multicolores de llama, alpaca y oveja, trascienden el ámbito de lo tradicional. Lo que en el pasado era parte esencial de su vida cotidiana, se ha convertido en un medio de expresión artística y su principal fuente de ingresos económicos.

Cada artesanía cuenta una historia ancestral y preserva tradiciones milenarias. Es un símbolo de resistencia, esperanza y dignidad para estas mujeres.

Hoy, las mujeres de estas tierras altas, situadas en los márgenes de la historia oficial, que habitan entre lagos que han perdido su esplendor y se han convertido en tierras áridas cubiertas de sedimento minero, viven junto a ríos de escaso caudal, entre majestuosas montañas rojizas —muchas de ellas volcanes apagados— y en la inmensidad del difícil altiplano orureño.

Tragedia compartida

La comunidad Uru Murato —que abarca Puñaca Tinta María, en la provincia Poopó; Willañeque, en la provincia Avaroa; y Llapallapani, en la provincia Sebastián Pagador—, conocida tradicionalmente como la “gente del agua”, “hombres del lago”, enfrenta una crisis de supervivencia tras la desaparición completa del lago Poopó en 2015.

Lo que una vez fue su hogar ancestral y fuente de sustento se ha convertido en un paisaje árido, víctima de una combinación letal de actividad minera, prácticas agrícolas insostenibles y cambio climático.

La comunidad de Puñaca Tinta María representa el rostro más dramático de esta transformación. Sus habitantes, que durante siglos construyeron su identidad con el ecosistema lacustre, ahora luchan por preservar su cultura y encontrar medios de subsistencia en un entorno radicalmente alterado.

El lago Poopó, hoy un espacio de fango y basura, fue siempre la fuente principal de subsistencia ya que les proporcionaba peces, patos, pariguanas, huevos de ave y plantas acuáticas como la totora.

A pocos kilómetros de distancia, los Uru Chipaya resisten en la región del río Lauca, en la frontera con Chile. 

Este pueblo, que ha adaptado prácticas agrícolas a la dureza del altiplano y mantiene vivas tradiciones que desafían la inexorable marcha del tiempo, es una de las culturas más antiguas del continente, cuyo origen se sitúa 2.500 años antes de Cristo.

Los datos censales revelan una verdad estremecedora: tanto los Uru Murato como los Chipaya experimentan una reducción dramática de su población. Cada año que pasa, la posibilidad de su desaparición como pueblo y cultura se torna más tangible.

Los varones Uru Murato y Chipaya abandonan sus comunidades en busca de trabajo, muchas veces como mano de obra barata en el sector agrícola, al servicio de comunidades aymaras.

Otros ingresan a minas insalubres, donde inhalan partículas de polvo metálico que deterioran sus pulmones, mientras que cientos más optan por migrar a Chile en busca de mejores oportunidades.

Muchos, en más de los casos, no retornan al hogar. La vida moderna es, con frecuencia, imán de voluntades.

Pero las mujeres —abuelas, madres y viudas— permanecen en sus comunidades, dedicadas al cuidado de hijos y nietos. Les enseñan a leer y escribir en su lengua ancestral, los envían a la escuela con la firme exigencia de completar la primaria y obtener el bachillerato.

Al mismo tiempo, las Uru Murato enseñan a las niñas el uso del uruquilla y las Chipaya el puquina, preservando así sus lenguas frente a la creciente influencia del castellano, el aymara y el quechua.

También les transmiten el arte del trenzado, el tejido y la caza, asegurando la continuidad de su identidad cultural en cada nueva generación y su propia supervivencia.

Estas mujeres, frente a la ausencia de los hombres, cumplen el rol fundamental de ser quienes sustentan a sus comunidades, sus hogares, siendo líderes económico social como guardianas de su cultura.

Rompiendo la tradición

Para muchas de ellas, jefas de hogar por lo general, la venta de artesanías es la única fuente de ingresos para sus familias.

Sin embargo, han debido enfrentar múltiples barreras: el limitado acceso a la educación, el aislamiento geográfico de sus comunidades, la dificultad para obtener documentos de identidad y la discriminación en un mercado que no siempre valora su trabajo.

Además, desafían un sistema patriarcal que las relega al hogar y les niega la posibilidad de tomar decisiones sobre su propio destino.

Aun así, persisten, tejiendo no solo sus artesanías, sino también su independencia y el futuro de su cultura.

Nuevo horizonte

Felisa Pucara, una hábil artesana Uru Murato de 52 años, recuerda cómo el arte de la totora se transmitía de generación en generación en su comunidad.

“Antes tejíamos sólo para nosotros, para nuestras casas, nuestras fiestas. Ahora vendemos en ferias aretes hechos a mano, nuestras telas y el resto de las artesanías que producimos”, cuenta, evocando las enseñanzas de su abuela.

“Nunca imaginé que un día viviríamos de esto, pero ahora es lo que nos da de comer”, agrega.

Felisa es solo una de las muchas mujeres indígenas que han tenido que reinventarse para enfrentar un sistema que históricamente las ha mantenido arrinconadas en su propia comunidad.

La pobreza, el machismo y la falta de acceso a educación y documentos de identidad han convertido su lucha por la independencia económica en un camino cuesta arriba.

Sin embargo, en cada feria, en cada hilo tejido y en cada pieza vendida, desafían un destino que parecía escrito para ellas: la invisibilidad.

Gracias al esfuerzo colectivo y al apoyo de instituciones y organizaciones como ONU Mujeres, en colaboración con el Museo de Etnografía y Folklore de la ciudad de La Paz, han logrado exponer su producción ante la población nacional y los turistas, impulsando su arte y su economía.

Las hijas del agua

Rosa Mamani, miembro de la Red Chimpu Warmy, habla con profunda convicción sobre el papel fundamental que las mujeres indígenas desempeñan en la defensa de sus territorios y recursos naturales.

Para ella y muchas otras mujeres, el agua no es solo un recurso, es la esencia misma de su existencia.

“Ahora somos las hijas del agua”, dice con orgullo, haciendo eco de la conexión ancestral que su pueblo siempre ha tenido con el líquido elemento, que para ellos es sagrado, vital y fuente de vida.

Rosa explica que, en la comunidad Uru Murato, el agua ha sido siempre la “madre” que les ha dado sustento. Pero esa “madre” está muriendo, arrasada por la minería y la contaminación.

“El lago Poopó ya no existe; nuestra madre, el lago, ha muerto”, lamenta Rosa.

Esta pérdida no solo afecta a la comunidad Uru Murato, sino también a la de Tinta María, su pueblo hermanado, que vive de y para el agua.

A lo largo de su participación en diversas reuniones y eventos, Rosa y otras mujeres de la Red Chimpu Warmy han alzado sus voces para exigir que el agua sea reconocida como un sujeto de derecho, no sólo como un recurso natural más.

“Vivimos en un mundo cíclico donde todo está interconectado”, comenta Rosa.

 “Lo que pasa en la Amazonía, como los incendios, afecta la disponibilidad de agua en nuestras comunidades. El agua es un ser, es nuestra madre”, complementa.

En sus comunidades, el papel del agua está íntimamente ligado al de las mujeres, que son las encargadas de su gestión y conservación, como las ‘alcaldesas del agua’.

“Nosotras, las mujeres, somos quienes cocinamos, lavamos y cuidamos a los niños. Somos las que viajamos a la ciudad a vender artesanías y con ese dinero traer agua cuando no hay en nuestros pozos”, comparte Rosa, después de visibilizar las dificultades que enfrentan las mujeres indígenas en su día a día.

De la comunidad a la feria

El nuevo rol de las mujeres en estos dos pueblos indígenas no llegó como una elección, sino como una necesidad.

La crisis climática, que ha golpeado con fuerza sus comunidades, afectando severamente la pesca, la agricultura y otras fuentes tradicionales de sustento, las ha obligado a asumir nuevas responsabilidades para asegurar la supervivencia de sus familias.

Con la pérdida de los recursos naturales que han sustentado a sus pueblos por generaciones, estas mujeres han tenido que adaptarse y reinventarse, buscando alternativas para subsistir y preservar su cultura.

Fue entonces que muchas mujeres comenzaron a vender sus artesanías, primero dentro de sus comunidades y luego en ferias y mercados urbanos.

Desde 2023, el turismo hacia la tierra ancestral de los Uru ha abierto nuevas oportunidades, pero también ha traído consigo desafíos. No solo han debido aprender a negociar y fijar precios justos, sino que muchas han tenido que aprender a comerciar con los compradores.

“No fue fácil”, reconoce Sebastiana Panqui, una joven artesana que lidera un grupo de mujeres emprendedoras en Wistrullani, su comunidad.

“Al principio, la gente regateaba mucho. No entendían el valor de nuestro trabajo. Ahora estamos aprendiendo a vender mejor, a ofrecer talleres a turistas cuando nos visitan. También les enseñamos el trenzado que nosotras llevamos”, agrega.

Además de transmitir la técnica del trenzado, las mujeres Chipaya comparten su historia con los visitantes. Las niñas aprenden a tejer textiles y canastos de paja observando y ayudando a sus madres.

A diferencia de otros pueblos, los Chipaya no tienen acceso al agua ni a la totora, pero sí a la paja, un recurso fundamental en su vida diaria.

La usan para alimentar a sus animales, elaborar artesanías y construir viviendas, lo que hace aún más valioso el oficio que han preservado por generaciones.

Mujer, madre e indígena

Las mujeres Uru Murato y Uru Chipaya han encontrado formas de organizarse y, desde su propia cosmovisión, han creado cooperativas, participan en ferias y buscan alianzas con guías turísticos y organizaciones para mostrar su arte al mundo.

Aunque aún enfrentan discriminación y desigualdad, su trabajo es, aseguran ellas, una forma de resistencia.

“Nuestros tejidos cuentan nuestra historia”, dice Felisa con una sonrisa orgullosa.

“Cuando alguien compra una de nuestras artesanías, se lleva un pedazo de nuestra vida”, destaca.

El camino no ha sido fácil, pero estas mujeres han demostrado que, al igual que sus pueblos, que han resistido siglos de cambios, ellas también pueden adaptarse sin perder su esencia. La identidad no se desvanece con la adversidad; con cada pieza que crean, reflejan su lucha y esperanza.

Sus manos sostienen la memoria de sus pueblos, enfrentando el olvido con cada pieza vendida, cada palabra enseñada y cada historia contada. Mientras ellas resistan, su cultura seguirá viva.

Fuente: AEP

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