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La guerra y la paz de sus hijos

Pertenezco a una generación que creció con la memoria empapada de guerra. Para nosotros, no se trataba de la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera de la Gran Guerra Patria, era simplemente ‘La Guerra’. En las conversaciones de los adultos, en las películas en blanco y negro de todos los días, en los monumentos, en todas nuestras plazas (hasta hoy), siempre con flores frescas y una importante parte de nuestros sueños y pensamientos, la guerra estaba presente.

Me acuerdo de los libros de recuerdos y testimonios, donde lo primero que buscábamos entre sus páginas eran las fotos de sus protagonistas. En esas fotografías las miradas de las personas en la guerra eran inconfundibles, miraban como sólo quien había vivido ese horror podía mirar, tan diferentes, tan poco parecidas a nuestras caras de gente en paz. La guerra era una gran revelación y un infinito secreto.

Retrocediendo en mi memoria llego a una teleserie polaca sobre cuatro tanquistas y su perro que luchaban, los cinco, contra Hitler y, viendo la guerra en mis pesadillas de niño de cuatro años, siempre imaginaba el alto edificio de ladrillos amarillos, frente a la ventana de mi dormitorio, desmoronándose bajo las bombas.

En aquellos tranquilos, felices y, como nos parecía a muchos, muy aburridos años, cuando ‘no pasaba nada’, el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética camarada Leonid Illich Brézhnev, en sus repetidos y, en general, poco inspiradores discursos, siempre insistía en la importancia de conservar la paz en Europa y el mundo, dejando muy claro que lo peor que puede ocurrir en la vida es la guerra. Nos parecía demasiado obvio. Brézhnev, el solemne viejito que siempre andaba con papeles para leer los discursos y era objetivo de cientos de chistes populares, fue un combatiente de aquella guerra que nos costó 27 millones de vidas. Él sí sabía de qué nos hablaba.

Aparte de los líderes del partido, los niños soviéticos veíamos dibujos animados por la televisión. Éramos un país oficialmente ateo y la gran mayoría de nosotros y de nuestros padres sabíamos muy poco de religión. Pero en estos personajes infantiles de los dibujitos animados y películas siempre la condena ética iba contra el pecado, nunca contra el pecador. Nadie mataba ni encarcelaba a los malos. Los malos resultaban ser seres buenos que se habían equivocado y al final del programa obligatoriamente se daban cuenta de sus errores, se arrepentían, pedían perdón, los otros con toda su generosidad los perdonaban, y todos volvían a ser amigos. Nadie hacía el mal a otros porque ‘era malo’ sino porque eran personas o animalitos perdidos o equivocados, a quienes con amor y con paciencia siempre los reeducaban sus amigos y la sociedad. Lo mismo pasaba con nuestra ciencia ficción, que tenía una popularidad enorme entre los niños soviéticos. Nuestros extraterrestres solían ser los enviados de otras civilizaciones más humanas y más sabias que la nuestra y nos visitaban desde otros tiempos y espacios para enseñarnos y aconsejarnos a vivir mejor. La ciencia y el progreso, en nuestro entendimiento de entonces, servían para tales fines.

Por eso, cuando se cayó la famosa ‘cortina de hierro’ y entramos al ‘mundo civilizado’, nos sorprendió tanto ver los dibujos animados y juegos infantiles con los ‘malos’ etiquetados con la hoz y el martillo, y en general, con toda esa visión de la lucha del ‘bien’ contra el ‘mal’, donde a los ‘malos’ se destruye físicamente o, en el mejor de los casos, van a la cárcel para siempre o se los castiga cruelmente. O los monstruos extraterrestres de las civilizaciones supuestamente más avanzadas, que repiten los patrones de los piratas medievales o de las corporaciones modernas, que vienen a visitarnos con el único fin de saquear, esclavizar y destruir. Los colores de las pantallas en blanco y negro de nuestra infancia tenían mil veces más tonos y matices que esta enorme, ruidosa y animada aplanadora del pensamiento que se nos venía encima para mostrarnos cómo vuelan los sesos humanos o romantizar las aventuras de la vida de los gánsteres. Pensé en eso, cuando ya de adulto, recibí en Chile al familiar norteamericano de unos amigos, quien paseando por Santiago me preguntaba por la reciente historia política del país: cada 5 minutos él me interrumpía preguntando, para no equivocarse, “¿pero estos son buenos o son malos?”. Le costaba mucho entender un mundo sin etiquetas.

Una de las principales características del actual conflicto global es la tremenda incomprensión mutua entre Rusia y Occidente. Todos los posibles errores de cálculo y los riesgos que estos implican tienen que ver con las interpretaciones equivocadas. Donde cada parte asigna al otro bando su propia lógica y no la tiene, porque así no es.

La guerra para Rusia no es uno de sus recursos en la lucha por el poder o el dominio mundial. Históricamente, la guerra es la peor, la menos deseada, pero algunas veces es y será la única posibilidad para sobrevivir. Este es un pueblo que hace sólo unas décadas liberó al mundo de su peor enemigo, pagando por eso el precio más alto en la historia humana. Eso no fue ‘la Segunda Guerra Mundial’ en Rusia, fue la tragedia personal y familiar de cada uno de nosotros. La paz, que tanto nos costó, tal vez necesaria compensación, llegó a ser tan natural para nosotros que ahora nos cuesta demasiado entender que estamos en guerra.

Aún más nos cuesta entender que el enemigo, a quien hace tan pocos años considerábamos ingenuamente nuestro aliado y socio, no se va a reeducar. No es un personaje de nuestros dibujitos animados. Se ha puesto en marcha una máquina de guerra y de propaganda con el único fin de destruirnos tal como se destruyen las fichas enemigas en los juegos digitales, sin mayores emociones ni sentimientos. La guerra contra nosotros no es sólo negocio, también es un juego digital donde somos el blanco para destruir, para acumular puntos y pasar al siguiente nivel de la locura. Podemos ganar, o por lo menos no perder, sólo si logramos ver al enemigo con sus propios ojos, no como a alguien que con un poco más de nuestro amor y paciencia ya está a punto de arrepentirse y volverá a ser como uno espera que sea. No se arrepentirán y no se detendrán. No digo que debamos convertirnos en nuestro enemigo, solo que nos preste sus ojos. En esta mirada de la máquina perfecta no hay mundos, culturas ni sueños. Es un aparato para tragar vidas y defecar negocios, dentro de la fría soledad cósmica a punto se ser convertida por él en el siguiente teatro de guerra.

Los hijos de la guerra y de un pueblo vencedor del nazismo debemos dejar de ser niños.

RT

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