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La anciana más longeva de El Alto

  • MAX JUAN TANCARA Al ver detenidamente las manos de mi madre, me puse a pensar sobre la rapidez con la que pasa el tiempo.
    Dicen que cuando eres niño, no sientes que las horas pasan y que cuando llegas a ser joven, las manillas del reloj dan vueltas una y otra vez de forma acelerada. Y sin duda, el paso del tiempo también trae consecuencias para nuestros cuerpos, claro, más para unos que otros.
    Los dedos de las manos de mi madre dejaron de verse rectos hace algunos años, y su piel comenzó a arrugarse. Para ella se hizo inevitable padecer de dolores, no solo en las manos, esos mismos malestares se replicaron en las rodillas. Caminar, ya es tarea difícil, y eso que ella recién cumplirá 70 años.
    En los correteos, por buscar historias que contar, conocí a Marcela Colque, quien hace cuatro meses cumplió 109 años de edad. A diferencia de mi madre, ella aún puede movilizarse sin muchas complicaciones, aunque sí necesita de alguien a su lado para que pueda guiar sus pasos, pues sus ojos, sí se vieron castigados por el paso del tiempo, al igual que su oído.
    Por si alguien llegará a dudar de que Marcela es la anciana más longeva de El Alto, le pedí a Héctor, el hijo de Marcela, que me muestre el carnet de su madre. Él, sin dudarlo, metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó el documento, en el que claramente se lee que Marcela Colque viuda de Limachi, nació el 20 de abril de 1914.
    Si bien los años le pasaron factura al cuerpo de Marcela, ella está lúcida para regalarle una sonrisa a la vida o incluso arrancarnos una risa con una broma. “Mirá, ya no puedo comer ni pasankalla porque no tengo dientes, pero igual la meto en mi boca, se remoja y ya está”, me dijo en su idioma nativo, el aymara. Luego de esa afirmación, se sonrió y entrelazó los dedos de sus manos, mientras esperaba que inicie el acto que la Alcaldía alteña había preparado para ella y decenas de ancianos para conmemorar el Día del Adulto Mayor.
    Aunque su vejez es dura, Marcela está consciente de que tiene en su hijo a su mejor ángel de la guarda, pues él no solo se convirtió en su bastón o en su guía para andar por donde tenga que hacerlo; además es su “banco de datos”, ya que le ayuda a recordar todo lo que pueda, incluso (aunque a él le duele decirlo) que es uno de sus cinco hijos. Sí, a Marcela hasta le cuesta recordar algunas cosas, como que tiene 30 nietos y bisnietos.
    Lo que a esta madre e hijo les sobra, es amor. A él no le cuesta nada abrazar el delgado cuerpo de la mujer que le dio la vida y repetirle cuánto la ama y jurarle una y otra vez que siempre velará por ella, “hasta que Dios le preste vida”.
    Sin duda, sería hermoso que la historia de Marcela se replique en todas y todos nuestros abuelitos del país, más cuando conmemoramos el Día del Adulto Mayor. A otros les tocó terminar sus días abandonados en la calle, o tratando de sobrevivir criando a sus nietos, ya que sus hijas o hijos se fueron y les dejaron con esa responsabilidad, o finalmente olvidados en un asilo.
    No importa la edad o cuán lejos podamos estar de nuestros padres o abuelos, una llamada o una muestra de cariño, seguramente les reconfortará el alma.

MAX JUAN TANCARA ES PERIODISTA